#TEXTOS: El Despistado, un cuento de Pedro Serazzi

En nuestra sección de «Vitrina Cultural», te mostramos este premiado cuento del escritor atacameño.

Bienvenido Carrera, pianista de la boite “Susurros”, todavía ebrio, trataría de cruzar la Alameda Bernardo O’Higgins, la principal de Santiago de Chile, desde su modesta habitación hasta el almacén de Doña  Pepita. Le urgía agua mineral y un tarro de chancho chino,  que su “casera” le guardaba, aun sin la obligatoria tarjeta de racionamiento.

 Recordaba que a las 6 de la madrugada tocó efusivamente “New York, New York”, mientras la escultural “Manón” cerraba el  show con un strip-tease sensacional.

 Pudo caminar, a pesar que había tomado dos botellas de gin. En su cuarto, “se le apagó la tele”, despertando a las 2 de la tarde. Semi-ebrio, esquivaría valientemente  micros, taxis, autos y citronetas, que convertían en pista de carrera la principal Alameda de la capital.

¡Chucha, ojalá no haya una protesta, porque ahí no paso!

Salió a la vereda… ni un solo transeúnte, las tiendas, oficinas, kioscos y el Metro, cerrados. Desolación, silencio sepulcral… Ni una modesta citrola corcoveaba. ¡Jamás lo había vivido!

¿Y la gente, las micros, dónde están? – se preguntó.

Luego gritó, a todo pulmón:

 -¡Si alguien sigue vivo, que por favor avise!

No hubo respuesta. Apenas se equilibraba.  En sus 50 años de edad,  jamás había visto Santiago totalmente desolado. Teorizó que habían llegado los marcianos en un OVNI gigante,   donde los raptaron a todos, incluyendo a las citrolas.

Reflexionó:

Y yo me salvé de puro curado. Hasta mijita la Manón, debe ir rumbo a Marte.

 Sacó una petaca de coñac y encendió un cigarrillo:

Por último me tomo otro copete y  fumo un Hilton antes que me rapten los seres del espacio.

El coñac, estaba rico, le hizo cerrar los ojos. Al abrirlos sintió ruido y vio correr 11 hombres de verde. Lo encañonaron. Pensó: ¡Dios mío, si son de láser que no me partan por la  mitad!

¡Y vo’ extremista “patu’o”, manos arriba! ¿Soy de los cordones industriales?

Le pegaron feroces patadas. Analizó que no eran marcianos. “¡Son milicos. Tienen pintas de nazis!”. Eran once militares. Rebobinó,  definitivamente eran humanos y preguntó al teniente al mando.

-¿¡Qué pasa acá, dónde se fueron los santiaguinos!?…  ¡Necesito una explicación!

  Se rieron a carcajadas del despistado, menos el duro oficial que censuró la risa.

Calificado de subversivo,   lo amarraron y lo tiraron como bulto a un camión. La inocente cortaplumas, para destapar la mineral, lo incriminó. Fueron tres días de interrogatorios y torturas en lugar desconocido. Tenía los ojos vendados. Uno le dijo con altanería que habían bombardeado y atacado por tierra y aire  el Palacio de Gobierno.

¡Cabeza de piedra, ahí murió tu compañero Presidente Allende!

Le dijo un agente de inteligencia. Leyó la cartilla: Había Estado de Sitio, tiroteos, toque de queda y caos: del que siembran “tus compañeros”.

-¡Ahora manda una Junta Militar de Gobierno!

 Más tarde fue llevado al campo de concentración del Estadio Nacional, junto a miles de prisioneros. Estos, dentro de la inmensa tristeza se sonreían al darse cuenta que era  inocente frente a los cargos de extremismo. ¡Le daban ánimo!

 Luego, desde Valparaíso, hacinado en la bodega de un buque, los trasladaron al Campo de Concentración de Chacabuco, al interior de Antofagasta. Allí, en el desierto, compartió más penurias con los demás prisioneros, con el triste destino de guardias duros, barracones, torretas, “minas” y alambradas.

 Al cabo de cuatro meses fue condenado por un Consejo de Guerra como extremista, con pena de relegación de tres años en Inca de Oro, pueblito minero, casi desaparecido en el mapa, que estaba tan pobre, que ni padrecito tenía. Sólo lo esperaba el párroco de un pueblo cercano. Le consiguió una habitación paupérrima y una modesta ayuda económica.

 Comenzó a trabajar de obrero en una Planta Minera. Reíanse de él, porque aún vestía el revolcado saco de terciopelo de las bohemias noches santiaguinas.

Cuando menos lo esperaba, sentado en el escaño de la mini-plaza, recibió una carta de Manón, a la que él superaba en 20 años de edad. La bella mujer lo buscó infatigablemente por regimientos, cárceles, hospitales, embajadas y morgues.  Se enteró por casualidad que le habían apresado y cumplía condena en el desierto.

 Muchas noches de boite significaron afectos y miradas quinceañeras, ella tenía más que cariño por el pianista.

-¡Iré a estar los tres años contigo en Inca de Oro!

Derramó muchas lágrimas, que rodaron por su rostro endurecido, por el dolor, ante el abrasador sol del desierto. Estaba muy feliz. En meses de prisionero creía que hasta había perdido el don de reír. Entonces, gritó:

– ¡Y pensar que le echaba la culpa a los marcianos!

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(Primer Lugar Concurso Internacional de Cuentos, Argentina, año 2013)

Por Pedro Serazzi Ahumada, escritor y periodista de Atacama.

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